A veces, imagino la muerte como un prolongado síndrome de abstinencia, en parte debido a que, a veces también, la vida me parece una droga. Una dulce droga ante la que no se nos ha otorgado la posibilidad de elegir. Vivimos en un juego de cartas en el que existen infinitas formas de jugar y apostar, pero siempre con fichas de opio.
Quizá
nacer sea eso, la primera batalla de la guerra de opio en la que cada persona
lucha con los ojos puestos en una victoria de la que, en realidad, nunca leímos
nada en las reglas del juego. Una guerra en la que cada persona lucha con los
pies puestos en una derrota en la que nunca tuvimos muy claro qué era exactamente
lo que teníamos ni lo que íbamos a perder. Una guerra en la que el corazón
permanece entre los ojos y los pies, a medio camino entre la victoriosa
esperanza de la felicidad y la frustrante amargura de la decepción, la soledad y la tristeza.
Nadie
viaja por el mismo camino. Todos andamos por senderos en los que las flores,
los pájaros y los arcoíris cantan con notas para los que en ningún otro lugar
se inventaron pentagramas. Pero nos encontramos en un mundo en el que todas esas notas
infinitas conspiran para componer siempre una misma melodía, la sinfonía de la
vida, el amor y la muerte. El sonido que todos los oídos oyen, todos los
corazones veneran y todas las mentes odian tarde o temprano.
Nacemos
analfabetos en el arte de vivir, y empezamos a jugar sin haber leído las
instrucciones. Sólo aprendemos a jugar a medida que la vida se va comiendo
nuestras fichas, mientras que no hacemos sino valorar si vamos ganando o vamos
perdiendo, aunque en el fondo sepamos que en este juego nadie puede quedar por
encima de nadie.
Y
nunca hay una partida de prueba. Ciertas jugadas hacen que elevemos los pies,
dejemos de pisar la derrota, y corramos con el corazón dándonos vueltas hacia
donde las sirenas cantan a la alegría. Y pasamos por ríos y montañas y llegamos
al bosque encantado en el que los árboles nos dicen que nos hemos enamorado. Y
momentos después, sin entender nada, nos encontramos con la cara clavada en miles de cactus. El corazón mareado, de tanto viajar a la velocidad de la
luz sin que la oscuridad se desvaneciera del todo, y la cara ensangrentada por
las agujas de la envidia nos indican que hemos sucumbido al dolor causado por
las espinas de la inocencia. Es entonces cuando descubrimos que tener un as no
significa ganar la batalla, pues los comodines del azar, la inexperiencia y el
dolor ganan incluso las partidas en las que habíamos decidido apostarlo todo.
Es
entonces cuando la vida nos enseña lo que no supimos leer en las instrucciones.
Que quizás Goliat se dejó ganar. Que quizás sea demasiado peligroso viajar a la
velocidad de la luz. Que probablemente sea temerario seguir el canto de las
sirenas, pues las sirenas no existen. Y aunque apostamos todo y fuimos
derrotados por las espadas de la casualidad, nos permitieron, en un acto de
benevolencia, conservar nuestras fichas. Las fichas del opio.
Y
seguimos consumiendo la vida, la droga de la felicidad, del éxito y de la
idílica fe en el amor eterno. Y descubrimos entonces que existir crea adicción.
Que existen ojos, labios, curvas y sonrisas que nos guían cada noche, en un
ruidoso silencio de rock alternativo, hasta el paraíso del delirio y la
inconsciencia. Existen miradas que apuñalan con espadas mágicas, y a diferencia
del rock, es triste percibir que, ante ellas, a menudo no nos queda ninguna alternativa.
Espadas que después de partir nuestro corazón y derramar sus sueños sobre la
derrota que permanece aún a nuestros pies, hacen que nuestros ojos bajen la
vista, y sin necesidad de hablar, les entreguen un nuevo lote de fichas. Fichas
de opio, por supuesto.
Y
apostamos una vez más, y vuelven a atravesarnos de nuevo los cactus envenenados
por la locura. Y pensamos que quizás deberíamos haber aprendido a leer mejor;
quizás entonces sí que nos hubieran informado de que el veneno más doloroso,
ése que se esconde en los pliegues de cada rosa y en cada callejón de París, no
tiene más antídoto que la resignación.
Quizás
sea mejor aceptar que existen miradas que pueden volvernos locos hasta hacernos
creer que observan con anhelo lo que siempre han ignorado con desprecio, o lo
que es peor, con indiferencia.
Quizás
sea mejor aceptar que hay flechas que seguirán lanzándose incluso después de
que arrojemos nuestras fichas de opio por el puente de los deseos. Incluso
después de que dejemos de consumir la droga de la vida, e incluso después de
que, con perplejidad, asombro y confusión, seamos informados de que el juego ha
acabado ya.
Quizás
sufriríamos menos si nos informaran antes de jugar de que nunca podríamos
deshacernos de nuestras fichas. Si nos informaran antes de vivir y de luchar de
que existen guerras de opio en las que no existen armas que puedan consagrar la
victoria o la derrota.
De que existen batallas que no terminan nunca, y de que, en todos los sentidos, nunca han existido las sirenas.
genial, Vic, genial...
ResponderEliminarP.D: malditos códigos de verificación, quítalos so penco!
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