viernes, 28 de junio de 2013

No tengas miedo a ser feliz


Darse por vencido es demasiado fácil. Este mundo está lleno de gente que se rinde, continuamente. Permanentemente. Inconscientemente. Lleno de personas increíbles que dejan de luchar, asumen que la vida que tienen es la única que pueden tener, y adquieren la costumbre de vivir acompañados por la monótona y repetitiva mediocridad de no sentirse único.

Con demasiada frecuencia, decidimos vivir ajenos a nosotros mismos. Decidimos que lo más fácil es dar prioridad a las cosas que no tienen la mínima trascendencia. Pero no nos engañemos; todas las personas inteligentes, en algún momento de su vida, se paran a reflexionar cuál es el sentido de que nos encontremos aquí, perdidos en algún lugar remoto de un Universo en el que nos encontramos absoluta e irrevocablemente desorientados.

En algún momento, todos nos paramos a pensar quiénes somos en realidad. Hay personas que deciden creer en Dios, en un intento por encontrar la solución al problema más confuso, inabarcable e irresoluble que podemos concebir: nosotros mismos. Quizás lo que nos hace creer es tan sólo la esperanza. La tranquilidad que nos da a nosotros mismos decidir, mientras caminamos a ciegas durante una noche sin Luna, que en algún momento saldrá el Sol y veremos a dónde lleva este camino que compartimos todos. Ese camino en el que todos caminamos sin saber muy bien por qué.

Otras personas deciden no creer, ilusionadas por demostrar nuestra inventada capacidad para encontrar la lógica, la objetividad y el raciocinio allí donde ni siquiera sabemos muy bien qué es lo que estamos buscando. Quizás lo que nos lleva a no creer es tan sólo la tranquilidad que nos da convencernos a nosotros mismos de que tenemos la situación controlada. De que podemos inferir la verdad con las mismas reglas que, con el esfuerzo de un principiante, hemos aprendido a diseñar para el pequeño trozo del camino que hemos recorrido hasta ahora.

A veces decidimos creer, ignorando el hecho de que solucionar todas nuestras preguntas con una única respuesta es como hacer trampas. Nos da la sensación de que es el equivalente a cuando decíamos “cruci” jugando al escondite. Simplemente, parece más maduro aceptar que a veces no nos podemos esconder. Cuando la respuesta a una pregunta genera preguntas nuevas, aún más difíciles de resolver, parece más crítico aceptar que seguimos sin responder a nada.

¿Pero y entonces? Los mecanismos increíblemente complejos (increíblemente mágicos) que nos permiten vivir, han sido naturalmente seleccionados desde un primer ser vivo unicelular, millones de veces más simple que un mosquito. ¿Sólo hacen falta millones de años, azar y competencia para que algo parecido a una bacteria sea naturalmente seleccionado hasta convertirse en la persona de la que estás enamorado?

No sólo eso, sino que tuvo que haber un primer ser vivo no procedente de otro. Procedente de moléculas inertes. Moléculas inertes compuestas por átomos que han sido fabricados en las estrellas. Estrellas que, en última instancia, nacieron de una primera explosión en la que nació todo.

Todo nació en un punto, un único punto, que tan sólo un segundo después, había crecido hasta adquirir dimensiones que no somos capaces de percibir. Un segundo después de que el tiempo aún no existiera. Hasta generar galaxias que nacerán y morirán sin que nadie las vea. Hasta crear un Universo que sigue creciendo. Pero que sigue creciendo en ninguna parte, porque no hay nada fuera de él.

Aunque quizás más increíble que todo eso es que en un lugar humilde y recóndito de ese Universo, en cada cerebro humano, encontremos millones de átomos elegidos, a partir de esas primeras moléculas, a lo largo de miles de millones de años, hasta ser capaces de comunicarse, integrarse y desarrollar capacidades que llegan hasta límites inaccesibles para sí mismos.

Millones de átomos capaces de coordinarse para permitir que nos enamoremos. Que nos emocionemos. Que seamos felices, o que no lo seamos. Millones de átomos entre los que existen intercambios moleculares e impulsos eléctricos que, de alguna forma que aún estamos muy lejos de descubrir, son responsables de nuestros sentimientos. Del odio, de la impotencia, de la rabia, de la alegría. Responsables de la inteligencia más avanzada que hasta ahora conocemos. Millones de átomos responsables de que seamos capaces de volvernos locos con preguntas a las que, a pesar de todo, no tienen ni la menor idea de cómo responder.

Admitir que todo esto es obra del azar. Que todo ha nacido, a partir de nada, sin ninguna causa. Sin que hubiera nada antes. Sin nada que lo desencadenara. Sin ninguna razón, por nadie y para nadie. Algo parecido a eso es lo que defendemos cuando presumimos de raciocinio, objetividad y pensamiento crítico; pero sigue siendo una hipótesis bastante arriesgada.

Ambas lo son. Quizás las dos sean ciertas y pertenezcan a una misma realidad de la que nos falta aún mucho por conocer, y de la que probablemente nunca conozcamos mucho más. Quizás ambas sean falsas, y estemos aún más perdidos de lo que pensamos.

Todo esto me recuerda a un lienzo con trazos indescifrables, en el que unos se esfuerzan por adivinar el significado metafórico de las figuras que creen ver en él, y otros se esfuerzan por defender que lo más probable es que los trazos estén pintados de acuerdo a un modelo matemático que nuestra inteligencia nos permitirá definir en un futuro. Todos vemos trazos, y tenemos la necesidad existencial de interpretarlos.

En eso nos parecemos bastante entre nosotros. Necesitamos creer en algo. Más bien, necesitamos decidir qué es aquello en lo que queremos creer, para sentirnos más seguros, como si nos agarráramos al mástil de un barco que va a ser engullido por las olas. Da igual, nosotros nos agarramos al mástil, por si acaso sirve de algo.

Creo que mientras miramos nuestro lienzo, todos tenemos la certeza de que intentar terminar un puzle en el que faltan piezas es una alternativa tan mala como desesperada a permanecer en la ignorancia de nuestra propia identidad. Y aunque nos cueste admitirlo, sigue siendo una alternativa desesperada incluso después de darnos cuenta de que es la única que tenemos.

Ser tan ignorantes, sin embargo, no es algo de lo que nos tengamos que avergonzar. Forma parte de nosotros, simplemente. Más bien deberíamos avergonzarnos de despreciar a quien interpreta el lienzo de una forma distinta. De imponer nuestra interpretación. De que los ateos desprecien a los creyentes y los creyentes desprecien a los ateos, o de que personas de una religión, de unas creencias o de una cultura subestimen a quienes no las comparten. Eso es mucho más vergonzoso que no tener ni idea de qué hay en el lienzo que estamos mirando.

Quizás la mejor opción es admitir nuestra ignorancia. Admitir que probablemente ni siquiera tenemos ni tendremos nunca la capacidad de acceder a la verdad. Que probablemente ni siquiera hayamos sido capaces de desarrollar un lenguaje adecuado para expresarla, en el hipotético caso de que pudiéramos descubrirla.

Esto no significa, sin embargo, que seamos mediocres. Ocasionalmente, llegar a la conclusión de que no sabemos nada puede llevarnos a pensar que no valemos nada. Realmente cometemos el error de olvidar que sólo el hecho de ser humanos nos otorga el derecho de decirnos a nosotros mismos que somos especiales. Magníficos. Que todas las personas somos únicas, y que la vida humana (la vida, en general) es el incalculable tesoro que recibimos a cambio de estar aquí, mareados, desorientados en un Universo que se nos escapa por todas partes.

Es cierto que, en lo más profundo de nuestro interior, todos tenemos la certeza de no tener ni idea de quiénes somos, existencialmente hablando. Ni idea de dónde venimos ni de si vamos a algún sitio. Es cierto que aunque todos creamos en lo que hemos decidido creer, sabemos que la verdad es el deseo más inaccesible. Es cierto que, en ese sentido, nos falta humildad.

Pero también es cierto que todos y cada uno de nosotros somos una extraordinaria obra de arte de la naturaleza. Y en ese sentido, nos falta autoestima. Nos hemos acostumbrado a ignorar que en nuestro interior está la fuerza de crear felicidad. De fabricar sonrisas. El día que todos aceptemos eso, probablemente hayamos aprendido a dejar de destruirlas.

Nos falta fuerza para sonreír a todas las personas que nos crucemos por la calle. Para dar los buenos días cuando entramos al metro. Para regalar todos los días un te quiero a cada persona que nos importa.

Nos falta furia para llorar con rabia ante una injusticia y ponerle fin con la seguridad de quien nunca pierde la esperanza. Valentía para mirar a quien quiere cambiarnos con la mirada agresiva de quien se encuentra convencido de sí mismo. Osadía para estar siempre al servicio de todos, pero sin consentir jamás que nos obliguen a estar al servicio de nadie.

Nos falta voluntad para no resignarnos a ser esclavos de nada más que de nuestros propios sueños. Para aceptar que ni el dinero, ni las apariencias ni las falsedades serán capaces de devolvernos nunca el tiempo que no hemos pasado con nuestra familia, o que no hemos reído con nuestros amigos, o que no hemos invertido en, simplemente, estar con nosotros mismos.

Nos falta perspectiva para comprender que la felicidad, realmente, se encuentra en las pequeñas cosas. En un helado. En una canción. En una llamada de teléfono. En un viaje. En una foto. En un beso. En una sonrisa. En una mirada.

Nos falta convicción para darnos cuenta de que el esfuerzo, la ayuda, la solidaridad y los buenos sentimientos son los primeros peldaños de todas las escaleras que nos llevan a pararnos, respirar hondo, y que se nos empañen los ojos de orgullo.

Aunque sin lugar a dudas, lo que más nos falta es determinación. Determinación para decir BASTA YA. Determinación para que miles de personas, tras leer el periódico, salgan a la calle a gritar con la frente muy alta HASTA AQUÍ HEMOS LLEGADO. Determinación para que millones de personas se pongan en pie a la vez y griten NO LO VAMOS A CONSENTIR. Nos falta determinación para dejar de permitir que la gente muera de hambre. Nos falta la determinación que hace falta para paralizar el mundo hasta que se hayan destruido todas las armas, se hayan parado todas las guerras, y se hayan secado todas las lágrimas.

Nos falta confianza para asumir que el futuro nos pertenece. A todos a los que alguna vez nos han llamado soñadores. A todos los que sentimos que todos los miles millones de personas que hay en la Tierra tenemos la responsabilidad común de diseñar un mundo nuevo. Nuestro propio mundo. El mundo que queremos para nuestros hijos. Ése que les haga, por primera vez, sentirse orgullosos de quienes los han precedido.

Nos hemos acostumbrado a ignorar que, en el interior de todas y cada una de las personas de este planeta, hay fuerza suficiente para cambiarlo todo.

Cuando trabajemos juntos. Cuando nos unamos. Cuando superemos nuestra falta de fuerza, de furia, de valentía, de osadía, de voluntad, de perspectiva, de convicción y de determinación. En ese momento, seremos capaces de desenterrar el potencial que nos ha sido otorgado... y recuperar nuestro lienzo. Porque aunque siga siendo incomprensible, habremos aprendido a que no nos tiemble el pulso al pintar sobre los trazos que hay ya en él, con la intención de diseñar nuestra propia vida. Nuestro propio Universo.

Si ese momento llega alguna vez, seguiremos siendo igual de ignorantes. Seguiremos sin saber si estamos aquí por algún motivo más convincente que nosotros mismos. Seguiremos sin saber si somos algo más que moléculas caprichosamente combinadas para enamorarse y reflexionar sobre sí mismas. Seguiremos irreversiblemente perdidos, pero habremos aprendido a valorar las cosas que realmente importan.

Habremos aprendido a convivir, y habremos comprendido que levantarse cada día ilusionados por fabricar sonrisas, dispuestos a que por nuestras venas circule la utopía durante al menos un día más, es la mejor forma de ser feliz.

Es la mejor forma de que, cuando lleguemos al final del juego, cuando se nos haya acabado la pintura y contemplemos nuestro lienzo, sintamos que, a pesar de que seguimos perdidos, hemos invertido nuestra vida en luchar por todo aquello que hacía que se nos saltaran las lágrimas.

Miraremos nuestro lienzo y recordaremos lo audaces que hemos sido enfrentándonos con sonrisas, sueños e ilusiones a la más vertiginosa de las incertidumbres. Lo libres que hemos sido decidiendo cuál era la vida que queríamos vivir,  y cuáles eran las páginas sobre las que intentaríamos escribir nuestra propia historia.

Nos sentiremos orgullosos de no haber tenido miedo a ser felices. Y eso es lo más importante, que en algún momento descubramos que todo ha merecido la pena.

 

lunes, 3 de septiembre de 2012

La ciudad encantada

Te atrapó la magia de aquellos ojos malditos
que con fuego quisieron esculpir tu sentencia,
y con su sed silenciosa de sangre embrujada
quisieron condenarte a la crueldad de un quizás.

Te cautivó el hechizo de aquella sonrisa
que con sus labios de fuego besaba tus sueños,
excitándote con cada crepúsculo roto
y condenándote a la soledad de tus lágrimas.

A las rejas de una amarga pasión solitaria
te encadenó el veneno de esas curvas malvadas,
en la prisión donde los sentimientos sin himno
siguen soñando errantes con su patria extranjera…

Permitiste al mísero timón de tu naufragio
precipitarse a esa vieja ciudad encantada
donde se paga con un trueque de corazones
ahogados en aquel mar turbio llamado amor…
                                      
La noche se llenó de nubes y de lujuria,
y empezó a llover locura de su piel candente
sobre las fuentes violentas de tu juventud,
regando esas flores cuya sed nunca es saciada…

Y tu nariz olió en su cuello de cisne negro
el delicado perfume de una rosa blanca,
y deslizaste tu mente por sus mil senderos
con el gemido impaciente de un triste placer.

Y con un cruel orgasmo de vida traicionada
voló aquella rosa desde tu almohada de plumas.
Y en tu cama inundada de amor y de lágrimas,
aquella noche, sólo durmieron los silencios.

Y entonces quedó todo envuelto en dolor y en calma,
llegando a un amargo y eterno insomnio cansado.
Paró el tiempo y se oía sólo un reloj lejano
marcando el ritmo de la dolorosa distancia.

En cada sombra escondida veías su rostro,
en cada ruido su risa; en cada brillo sus ojos…
Vivías y morías por sus hilos de seda;
los mismos que tejieron vuestro último adiós.

Sonríe, mírame y sigue tocando el piano…
Que tus notas sigan atravesando el cielo
como las estrellas fugaces de un mundo extinto
coronado por las quimeras de la esperanza.

Fuiste sentenciado y resignado a descubrir
que el amor no es más que un diamante incandescente,
y ni toda el agua del mar podrá apagar nunca
el fuego que mana de la bellezas prohibidas.

Pero en algún momento descubrirás también
que tu mundo no es sólo ese suspiro angustiado
que nos regala, quita y envenena la vida.
Ni esa ciudad encantada… que llamas Ella.



lunes, 27 de agosto de 2012

Nada

No llores, amigo.
Aún no eches el ancla…

Puede que el paraíso no tenga bandera, pero está prohibido perder la esperanza en este mar, llamado vida, en el que fuimos condenados a la eterna deriva de la ignorancia… No hay verdades de mentira, ni ríos de oro, ni montes de plata... ¡ni playas de arena en las que hacer castillos para que vengan princesas! Princesas vestidas con perlas blancas…

Puede que ni siquiera encontremos los oasis a los que canta nuestra balada, pues hace mucho que perdimos el mapa de este desierto en el que a veces las sonrisas son más escasas que el agua... Pero aún así no te rindas, camarada. No sucumbas al silencio y canta una vez más el himno del destino al que siempre desafiabas. Y regala una sonrisa de nuevo, querido pirata de ojo sano y parche cubriendo los males del alma…

Ya sabes que sólo somos el suspiro de un mundo ahogado en las lágrimas de nuestra tormenta, la angustia de una rosa marchita que al Sol un día capturó la niebla. Que tan sólo somos los rayos de la estrella que sentimos consumirse en el alma, como una nebulosa de vida encendida con el fuego de cada mirada…

Somos sólo tímidas notas de la melodía que soñamos con escuchar mañana, aun con los acordes del pasado a la deriva en las orillas de una playa hiptonizada… Somos la música de los recuerdos que abandonados quedaron en el olvido, corcheas fugaces y silencios perdidos en el laberinto de sueños de un tiempo pasado; somos sólo un instante del tiempo ganado por un mundo en el que creímos ser elegidos... Una letra borrosa en la portada de un libro que a nuestros ojos siempre permaneció cerrado...

Somos polvo de las estrellas barrido por el malinterpretado arte de la supervivencia… somos átomos enamorados desintegrados por la existencia. Un abrir y cerrar de ojos ciegos y puertas entornadas en los pasillos del cielo…

Y todos somos lo mismo, pirata. Cierto es que unos peones y otras damas, unas negras y otras blancas, unas hechas de marfil y otras de madera barata, pero al final todos nada más que fichas de este gran tablero de magia, acabando juntos y guardados para siempre en la misma caja…

Canta, salta, baila, corre y piensa que la vida es un regalo cada mañana… Que te levantas y el Sol aún brilla en los ojos de las personas que amas. Que cada gota es como la lágrima feliz de una madre que ve sonreír a su hijo cuando le mira a la cara, de un muchacho enamorado que escribe un poema a su amada, de un amigo que recibe de otro ese abrazo que tanto le hacía falta.

No eches el ancla, pata de palo, que la tempestad siempre acaba… Sigue navegando por ese mar de olas ácidas, pues en ellas aún hay botellas que regalan palabras. Disfruta y ríe, compañero, que cada momento es una ocasión especial para seguir surcando las aguas…

Vive, sueña y ama. Pero no llores, amigo.
No llores, porque no somos nada. 

martes, 19 de junio de 2012

Batallas y sirenas

A veces, imagino la muerte como un prolongado síndrome de abstinencia, en parte debido a que, a veces también, la vida me parece una droga. Una dulce droga ante la que no se nos ha otorgado la posibilidad de elegir. Vivimos en un juego de cartas en el que existen infinitas formas de jugar y apostar, pero siempre con fichas de opio.

Quizá nacer sea eso, la primera batalla de la guerra de opio en la que cada persona lucha con los ojos puestos en una victoria de la que, en realidad, nunca leímos nada en las reglas del juego. Una guerra en la que cada persona lucha con los pies puestos en una derrota en la que nunca tuvimos muy claro qué era exactamente lo que teníamos ni lo que íbamos a perder. Una guerra en la que el corazón permanece entre los ojos y los pies, a medio camino entre la victoriosa esperanza de la felicidad y la frustrante amargura de la decepción, la soledad y la tristeza.

Nadie viaja por el mismo camino. Todos andamos por senderos en los que las flores, los pájaros y los arcoíris cantan con notas para los que en ningún otro lugar se inventaron pentagramas. Pero nos encontramos en un mundo en el que todas esas notas infinitas conspiran para componer siempre una misma melodía, la sinfonía de la vida, el amor y la muerte. El sonido que todos los oídos oyen, todos los corazones veneran y todas las mentes odian tarde o temprano.

Nacemos analfabetos en el arte de vivir, y empezamos a jugar sin haber leído las instrucciones. Sólo aprendemos a jugar a medida que la vida se va comiendo nuestras fichas, mientras que no hacemos sino valorar si vamos ganando o vamos perdiendo, aunque en el fondo sepamos que en este juego nadie puede quedar por encima de nadie.

Y nunca hay una partida de prueba. Ciertas jugadas hacen que elevemos los pies, dejemos de pisar la derrota, y corramos con el corazón dándonos vueltas hacia donde las sirenas cantan a la alegría. Y pasamos por ríos y montañas y llegamos al bosque encantado en el que los árboles nos dicen que nos hemos enamorado. Y momentos después, sin entender nada, nos encontramos con la cara clavada en miles de cactus. El corazón mareado, de tanto viajar a la velocidad de la luz sin que la oscuridad se desvaneciera del todo, y la cara ensangrentada por las agujas de la envidia nos indican que hemos sucumbido al dolor causado por las espinas de la inocencia. Es entonces cuando descubrimos que tener un as no significa ganar la batalla, pues los comodines del azar, la inexperiencia y el dolor ganan incluso las partidas en las que habíamos decidido apostarlo todo.

Es entonces cuando la vida nos enseña lo que no supimos leer en las instrucciones. Que quizás Goliat se dejó ganar. Que quizás sea demasiado peligroso viajar a la velocidad de la luz. Que probablemente sea temerario seguir el canto de las sirenas, pues las sirenas no existen. Y aunque apostamos todo y fuimos derrotados por las espadas de la casualidad, nos permitieron, en un acto de benevolencia, conservar nuestras fichas. Las fichas del opio.

Y seguimos consumiendo la vida, la droga de la felicidad, del éxito y de la idílica fe en el amor eterno. Y descubrimos entonces que existir crea adicción. Que existen ojos, labios, curvas y sonrisas que nos guían cada noche, en un ruidoso silencio de rock alternativo, hasta el paraíso del delirio y la inconsciencia. Existen miradas que apuñalan con espadas mágicas, y a diferencia del rock, es triste percibir que, ante ellas, a menudo no nos queda ninguna alternativa. Espadas que después de partir nuestro corazón y derramar sus sueños sobre la derrota que permanece aún a nuestros pies, hacen que nuestros ojos bajen la vista, y sin necesidad de hablar, les entreguen un nuevo lote de fichas. Fichas de opio, por supuesto.

Y apostamos una vez más, y vuelven a atravesarnos de nuevo los cactus envenenados por la locura. Y pensamos que quizás deberíamos haber aprendido a leer mejor; quizás entonces sí que nos hubieran informado de que el veneno más doloroso, ése que se esconde en los pliegues de cada rosa y en cada callejón de París, no tiene más antídoto que la resignación.

Quizás sea mejor aceptar que existen miradas que pueden volvernos locos hasta hacernos creer que observan con anhelo lo que siempre han ignorado con desprecio, o lo que es peor, con indiferencia.

Quizás sea mejor aceptar que hay flechas que seguirán lanzándose incluso después de que arrojemos nuestras fichas de opio por el puente de los deseos. Incluso después de que dejemos de consumir la droga de la vida, e incluso después de que, con perplejidad, asombro y confusión, seamos informados de que el juego ha acabado ya.

Quizás sufriríamos menos si nos informaran antes de jugar de que nunca podríamos deshacernos de nuestras fichas. Si nos informaran antes de vivir y de luchar de que existen guerras de opio en las que no existen armas que puedan consagrar la victoria o la derrota.

De que existen batallas que no terminan nunca, y de que, en todos los sentidos, nunca han existido las sirenas.


sábado, 12 de mayo de 2012

Caminos de rosas

Sueños que buscan miradas perdidas
nos ensordecen con canciones rotas.
Entramos en los caminos de espinas
siguiendo en vano el olor de una rosa.

Seguimos andando, los pies llorando.
Se hincan las espinas, sangran los años,
y otra noche nos sorprende temblando,
helados de frío y de desengaño.

Ebrios por beber el agua de la vida,
empezamos a ahogarnos en sus olas.
Nos quedamos más ciegos cada día,
pues buscamos luz y encontramos sombras.

Queda en silencio nuestro triste páramo.
Se oye tras el viento el débil murmullo
de un llanto de corazones quemados;
en cenizas quedaron los susurros.

Las espinas cubren el desierto helado
mientras ando por ellas hacia la nada.
Me derrumbó el amor envenenado
que olí en aquella rosa embrujada.

domingo, 29 de abril de 2012

El último susurro

Ardieron mis alientos en el fuego
y nuestras risas murieron de lástima.
Eternas llamas de amores de invierno
un día sin viento fueron apagadas.

No hielan el Sol ni paran el tiempo,
ni florecen ya nunca esas miradas.
No brillan los ojos ni los sentimientos,
ni el metal de las espadas del alma.

Ya no eran mis ojos los que hacían
en tu cara brillar las esmeraldas.
No eran ya mis manos las que harían
por tu rostro mil senderos de magia.

Ardía un sueño. Ardía una esperanza.
Y nuestras bocas quedaron selladas.
Ya no tenía el corazón palabras.
Todo estaba dicho. No quedaba nada.

Nuestras vidas en silencio quedaban.
Nuestras voces se oían ya lejanas,
y sólo susurraba entre las llamas,
por última vez, un “no te vayas”.

lunes, 5 de marzo de 2012

Saldrá un nuevo Sol cuando vengas

Escaparán las lágrimas volando
y lloverán en ríos invisibles.
Huirán de los ojos que tantos años
ahogaron su angustia en sonrisas tristes.

Disipando la oscuridad siniestra,
bañarán los rayos las cumbres grises.
Crecerán las flores que el alma siembra
en la esperanza en la que tú creciste.

Volverán las sonrisas que esperando
regresar a los labios del destino,
llegaron a nosotros imitando
esa luz que sólo soñando vimos.

Volando se irá la oscura niebla
para cubrir los valles del olvido.
Quedarán despejadas, serán nuestras,
las horas que soñé pasar contigo.

Vendrán de nuevo las olas del mar
a dejar nuestros besos en la arena,
y en ella nuevas rosas crecerán,
porque saldrá un nuevo Sol cuando vengas.