Darse
por vencido es demasiado fácil. Este mundo está lleno de gente que se rinde,
continuamente. Permanentemente. Inconscientemente. Lleno de personas increíbles
que dejan de luchar, asumen que la vida que tienen es la única que pueden
tener, y adquieren la costumbre de vivir acompañados por la
monótona y repetitiva mediocridad de no sentirse único.
Con
demasiada frecuencia, decidimos vivir ajenos a nosotros mismos. Decidimos que
lo más fácil es dar prioridad a las cosas que no tienen la mínima trascendencia.
Pero no nos engañemos; todas las personas inteligentes, en algún momento de su
vida, se paran a reflexionar cuál es el sentido de que nos encontremos aquí,
perdidos en algún lugar remoto de un Universo en el que nos encontramos
absoluta e irrevocablemente desorientados.
En
algún momento, todos nos paramos a pensar quiénes somos en realidad. Hay
personas que deciden creer en Dios, en un intento por encontrar la solución al
problema más confuso, inabarcable e irresoluble que podemos concebir: nosotros
mismos. Quizás lo que nos hace creer es tan sólo la esperanza. La tranquilidad
que nos da a nosotros mismos decidir, mientras caminamos a ciegas durante una
noche sin Luna, que en algún momento saldrá el Sol y veremos a dónde lleva este
camino que compartimos todos. Ese camino en el que todos caminamos sin saber
muy bien por qué.
Otras
personas deciden no creer, ilusionadas por demostrar nuestra inventada
capacidad para encontrar la lógica, la objetividad y el raciocinio allí donde
ni siquiera sabemos muy bien qué es lo que estamos buscando. Quizás lo que nos
lleva a no creer es tan sólo la tranquilidad que nos da convencernos a nosotros
mismos de que tenemos la situación controlada. De que podemos inferir la verdad con las mismas reglas que, con el esfuerzo de
un principiante, hemos aprendido a diseñar para el pequeño trozo del camino que
hemos recorrido hasta ahora.
A
veces decidimos creer, ignorando el hecho de que solucionar todas nuestras
preguntas con una única respuesta es como hacer trampas. Nos
da la sensación de que es el equivalente a cuando decíamos “cruci” jugando al
escondite. Simplemente, parece más maduro aceptar que a veces no nos podemos
esconder. Cuando la respuesta a una pregunta genera preguntas nuevas, aún más
difíciles de resolver, parece más crítico aceptar que seguimos sin responder a
nada.
¿Pero
y entonces? Los mecanismos increíblemente complejos (increíblemente mágicos)
que nos permiten vivir, han sido naturalmente seleccionados desde un primer ser
vivo unicelular, millones de veces más simple que un mosquito. ¿Sólo hacen
falta millones de años, azar y competencia para que algo parecido a una
bacteria sea naturalmente seleccionado hasta convertirse en la persona de la
que estás enamorado?
No
sólo eso, sino que tuvo que haber un primer ser vivo no procedente de otro.
Procedente de moléculas inertes. Moléculas inertes compuestas por átomos que
han sido fabricados en las estrellas. Estrellas que, en última instancia,
nacieron de una primera explosión en la que nació todo.
Todo
nació en un punto, un único punto, que tan sólo un segundo después, había
crecido hasta adquirir dimensiones que no somos capaces de percibir. Un segundo
después de que el tiempo aún no existiera. Hasta generar galaxias que nacerán y
morirán sin que nadie las vea. Hasta crear un Universo que sigue creciendo.
Pero que sigue creciendo en ninguna parte, porque no hay nada fuera de él.
Aunque
quizás más increíble que todo eso es que en un lugar humilde y recóndito de ese
Universo, en cada cerebro humano, encontremos millones de átomos elegidos, a partir de esas primeras moléculas, a lo largo de miles de
millones de años, hasta ser capaces de comunicarse, integrarse y desarrollar
capacidades que llegan hasta límites inaccesibles para sí mismos.
Millones
de átomos capaces de coordinarse para permitir que nos enamoremos. Que nos
emocionemos. Que seamos felices, o que no lo seamos. Millones de átomos entre
los que existen intercambios moleculares e impulsos eléctricos que, de alguna
forma que aún estamos muy lejos de descubrir, son responsables de nuestros
sentimientos. Del odio, de la impotencia, de la rabia, de la alegría.
Responsables de la inteligencia más avanzada que hasta ahora conocemos.
Millones de átomos responsables de que seamos capaces de volvernos locos con
preguntas a las que, a pesar de todo, no tienen ni la menor idea de cómo responder.
Admitir
que todo esto es obra del azar. Que todo ha nacido, a partir de nada, sin
ninguna causa. Sin que hubiera nada antes. Sin nada que lo desencadenara. Sin
ninguna razón, por nadie y para nadie. Algo parecido a eso es lo que defendemos
cuando presumimos de raciocinio, objetividad y pensamiento crítico; pero sigue siendo una hipótesis bastante arriesgada.
Ambas
lo son. Quizás las dos sean ciertas y pertenezcan a una misma realidad de la que
nos falta aún mucho por conocer, y de la que probablemente nunca conozcamos
mucho más. Quizás ambas sean falsas, y estemos aún más perdidos de lo que pensamos.
Todo
esto me recuerda a un lienzo con trazos indescifrables, en el que unos se
esfuerzan por adivinar el significado metafórico de las figuras que creen ver
en él, y otros se esfuerzan por defender que lo más probable es que los trazos
estén pintados de acuerdo a un modelo matemático que nuestra inteligencia nos
permitirá definir en un futuro. Todos vemos trazos, y tenemos la necesidad
existencial de interpretarlos.
En
eso nos parecemos bastante entre nosotros. Necesitamos creer en
algo. Más bien, necesitamos decidir qué es aquello en lo que queremos creer,
para sentirnos más seguros, como si nos agarráramos al mástil de un barco que
va a ser engullido por las olas. Da igual, nosotros nos agarramos al mástil,
por si acaso sirve de algo.
Creo que mientras miramos nuestro lienzo, todos tenemos la
certeza de que intentar terminar un puzle en el que faltan piezas es una
alternativa tan mala como desesperada a permanecer en la ignorancia de nuestra
propia identidad. Y aunque nos cueste admitirlo, sigue siendo una alternativa
desesperada incluso después de darnos cuenta de que es la única que tenemos.
Ser
tan ignorantes, sin embargo, no es algo de lo que nos tengamos que avergonzar.
Forma parte de nosotros, simplemente. Más bien deberíamos avergonzarnos de
despreciar a quien interpreta el lienzo de una forma distinta. De imponer
nuestra interpretación. De que los ateos desprecien a los creyentes y los
creyentes desprecien a los ateos, o de que personas de una religión, de unas
creencias o de una cultura subestimen a quienes no las comparten. Eso es mucho más vergonzoso
que no tener ni idea de qué hay en el lienzo que estamos mirando.
Quizás
la mejor opción es admitir nuestra ignorancia. Admitir que probablemente ni
siquiera tenemos ni tendremos nunca la capacidad de acceder a la verdad. Que
probablemente ni siquiera hayamos sido capaces de desarrollar un lenguaje
adecuado para expresarla, en el hipotético caso de que pudiéramos descubrirla.
Esto
no significa, sin embargo, que seamos mediocres. Ocasionalmente, llegar a la conclusión de
que no sabemos nada puede llevarnos a pensar que no valemos nada. Realmente
cometemos el error de olvidar que sólo el hecho de ser humanos nos otorga el
derecho de decirnos a nosotros mismos que somos especiales. Magníficos. Que
todas las personas somos únicas, y que la vida humana (la vida, en general) es
el incalculable tesoro que recibimos a cambio de estar aquí, mareados,
desorientados en un Universo que se nos escapa por todas partes.
Es
cierto que, en lo más profundo de nuestro interior, todos tenemos la certeza de
no tener ni idea de quiénes somos, existencialmente hablando. Ni idea de dónde venimos ni de si vamos a
algún sitio. Es cierto que aunque todos creamos en lo que hemos decidido creer,
sabemos que la verdad es el deseo más inaccesible. Es cierto que, en ese
sentido, nos falta humildad.
Pero
también es cierto que todos y cada uno de nosotros somos una extraordinaria
obra de arte de la naturaleza. Y en ese sentido, nos falta autoestima. Nos
hemos acostumbrado a ignorar que en nuestro interior está la fuerza de crear
felicidad. De fabricar sonrisas. El día que todos aceptemos eso, probablemente
hayamos aprendido a dejar de destruirlas.
Nos
falta fuerza para sonreír a todas las personas que nos crucemos por la calle.
Para dar los buenos días cuando entramos al metro. Para regalar todos los días
un te quiero a cada persona que nos importa.
Nos
falta furia para llorar con rabia ante una injusticia y ponerle fin con la seguridad
de quien nunca pierde la esperanza. Valentía para mirar a quien quiere
cambiarnos con la mirada agresiva de quien se encuentra convencido de sí mismo.
Osadía para estar siempre al servicio de todos, pero sin consentir jamás que nos
obliguen a estar al servicio de nadie.
Nos
falta voluntad para no resignarnos a ser esclavos de nada más que de nuestros
propios sueños. Para aceptar que ni el dinero, ni las apariencias ni las
falsedades serán capaces de devolvernos nunca el tiempo que no hemos pasado con
nuestra familia, o que no hemos reído con nuestros amigos, o que no hemos
invertido en, simplemente, estar con nosotros mismos.
Nos
falta perspectiva para comprender que la felicidad, realmente, se encuentra en
las pequeñas cosas. En un helado. En una canción. En una llamada de teléfono.
En un viaje. En una foto. En un beso. En una sonrisa. En una mirada.
Nos
falta convicción para darnos cuenta de que el esfuerzo, la ayuda, la
solidaridad y los buenos sentimientos son los primeros peldaños de todas las
escaleras que nos llevan a pararnos, respirar hondo, y que se nos empañen los
ojos de orgullo.
Aunque
sin lugar a dudas, lo que más nos falta es determinación. Determinación para
decir BASTA YA. Determinación para que miles de personas, tras leer el
periódico, salgan a la calle a gritar con la frente muy alta HASTA AQUÍ HEMOS
LLEGADO. Determinación para que millones de personas se pongan en pie a la vez
y griten NO LO VAMOS A CONSENTIR. Nos falta determinación para dejar de
permitir que la gente muera de hambre. Nos falta la determinación que hace
falta para paralizar el mundo hasta que se hayan destruido todas las armas, se
hayan parado todas las guerras, y se hayan secado todas las lágrimas.
Nos
falta confianza para asumir que el futuro nos pertenece. A todos a los que
alguna vez nos han llamado soñadores. A todos los que sentimos que todos los
miles millones de personas que hay en la Tierra tenemos la responsabilidad
común de diseñar un mundo nuevo. Nuestro propio mundo. El mundo que queremos
para nuestros hijos. Ése que les haga, por primera vez, sentirse orgullosos de
quienes los han precedido.
Nos
hemos acostumbrado a ignorar que, en el interior de todas y cada una de las
personas de este planeta, hay fuerza suficiente para cambiarlo todo.
Cuando
trabajemos juntos. Cuando nos unamos. Cuando superemos nuestra falta de fuerza,
de furia, de valentía, de osadía, de voluntad, de perspectiva, de convicción y
de determinación. En ese momento, seremos capaces de desenterrar el potencial
que nos ha sido otorgado... y recuperar nuestro lienzo. Porque aunque siga siendo
incomprensible, habremos aprendido a que no nos tiemble el pulso al pintar
sobre los trazos que hay ya en él, con la intención de diseñar nuestra propia
vida. Nuestro propio Universo.
Si
ese momento llega alguna vez, seguiremos siendo igual de ignorantes. Seguiremos
sin saber si estamos aquí por algún motivo más convincente que nosotros mismos.
Seguiremos sin saber si somos algo más que moléculas caprichosamente combinadas
para enamorarse y reflexionar sobre sí mismas. Seguiremos irreversiblemente
perdidos, pero habremos aprendido a valorar las cosas que realmente importan.
Habremos
aprendido a convivir, y habremos comprendido que levantarse cada día
ilusionados por fabricar sonrisas, dispuestos a que por nuestras venas circule
la utopía durante al menos un día más, es la mejor forma de ser feliz.
Es
la mejor forma de que, cuando lleguemos al final del juego, cuando se nos haya
acabado la pintura y contemplemos nuestro lienzo, sintamos que, a pesar de que
seguimos perdidos, hemos invertido nuestra vida en luchar por todo aquello que
hacía que se nos saltaran las lágrimas.
Miraremos
nuestro lienzo y recordaremos lo audaces que hemos sido enfrentándonos con
sonrisas, sueños e ilusiones a la más vertiginosa de las incertidumbres. Lo
libres que hemos sido decidiendo cuál era la vida que queríamos vivir, y cuáles eran las páginas sobre las que
intentaríamos escribir nuestra propia historia.
Nos
sentiremos orgullosos de no haber tenido miedo a ser felices. Y eso es lo más
importante, que en algún momento descubramos que todo ha merecido la pena.